Corría el año 2005, cuando fui a la misma playa para tomar un baño. Me sorprendió que ondeara la bandera verde, pues casi siempre está la roja. Es lo que tiene el Cantábrico. No había bañistas, y eso que no llovía como casi siempre, sino que hacía un tiempo ideal. El lugar estaba tan desierto como la Gran Vía en Abre los ojos. ¿Dónde se había metido la gente?
Finalmente llegué a la conclusión de que habría fútbol (algún partido del siglo de esos que se disputan todas las semanas), o de que Belén Esteban estaría en la tele. Despreocupado, decidí darme el ansiado chapuzón. Estuve quince minutos en el agua nadando de un lado a otro cual Nemo, el pececillo, en remojo como los garbanzos antes de que vayan al cocido. En el agua tampoco había absolutamente nadie, pero prefería que fuera así a las aglomeraciones de playas como la de Benidorm, que parece que estás en el metro. Fui una vez y os aseguro que escuché por megafonía: “Próxima parada: Goya”.
Así las cosas, cuando me cansé, salí caminando hacia la orilla con una sonrisa de oreja a oreja. Aunque seguía todo vacío, pude distinguir a dos figuras humanas que se acercaban hacia mí a buen paso. Enseguida pude comprobar que se trataba de una reportera de la televisión local, acompañada de un cámara.
En cuanto me alcanzaron, ella me puso un micrófono en la boca tras interrogarme sobre una cuestión:
-¿Cómo es que se baña? ¿No tiene miedo del tiburón?
“¡Qué graciosa!”, pensé. Ni que estuviéramos en la peli de Spielberg del escualo.
–¿A qué tiburón se refiere?
-Se ha visto junto al puerto deportivo a un tiburón peregrino, ¿no se ha enterado?
En ese momento empezaron a temblarme las piernas, un sudor frío me recorrió todo el cuerpo, al tiempo que sentía un nudo en la garganta.
–No, hasta que no me lo ha dicho usted, no tenía ningún miedo, pero ahora estoy al borde del infarto…
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